jueves, 24 de junio de 2010

Fragmentos 1

Siempre que en algún monasterio de Kyoto o de Nara me indican el camino de los retretes, construidos a la manera de antaño, semioscuros y sin embargo de una limpieza meticulosa, experimento la extraordinaria calidad de la arquitectura japonesa. (...) Siempre apartados del edificio principal, están emplazados al abrigo de un bosquecillo de donde nos llega un olor a verdor y a musgo; después de haberlo atravesado para llegar a una galería cubierta, agachado en la penumbra, bañado por la suave luz de los shoji y absorto en tus ensoñaciones, al contemplar el espectáculo del jardín que se despliega desde la ventana, experimentas una emoción imposible de describir. El maestro Soseki, al parecer, contaba entre los grandes placeres de la existencia el hecho de ir a obrar cada mañana, precisando que era una satisfacción de tipo esencialmente fisiológico; pues bien, para apreciar plenamente este placer, no hay lugar más adecuado que los retretes de estilo japonés desde donde, al amparo de las sencillas paredes lisas, puedes contemplar el azul del cielo y el verdor del follaje (...) Nuestros antepasados, que lo poetizaban todo, consiguieron paradójicamente transmutar en un lugar del más exquisito buen gusto aquel cuyo destino era el más sórdido y, merced a una estrecha asociación con la naturaleza, consiguieron difuminarlo mediante una red de delicadas asociaciones de imágenes. Comparada con la actitud de los occidentales que, deliberadamente han decidido que el lugar era sucio y ni siquiera debía mencionarse en público, la nuestra es infinitamente más sabia porque hemos penetrado ahí, en verdad, hasta la médula del refinamiento.

Junichiro Tanizaki, “El elogio de la sombra”, Ediciones Siruela, 1994